El "progreso", arma de destrucción urbana de la oligarquía
El crecimiento
provocado por la renta petrolera toma a la oligarquía merideña sumida en las
“glorias” de su pasado, menguada económicamente, subsistiendo, y no era la
única época que le había tocado vivir “llevándola”. Antes de 1930 se detuvo el furor de
crecimiento que desde el último cuarto del siglo XIX había provocado la
economía cafetalera, y en esa década los propietarios de las unidades de
producción cafetaleras recibieron el primer subsidio proveniente del petróleo;
es decir, se dio inicio a su relación íntima con la renta petrolera. Un corte a inicios de los cincuenta del siglo
XX, y los encontramos como propietarios de tierras que apenas producían,
ociosas en su mayor superficie, ejerciendo un comercio rentable pero poco
dinámico, y practicando las profesiones liberales con los títulos obtenidos en
la universidad que monopolizaban. Además,
en los cargos de todas las instituciones, ya que supieron adaptarse y
mimetizarse, sin mayor conflicto, en todos los gobiernos.
De esa modorra
fueron sacados bruscamente por la renta petrolera que se desparramaba por todos
los confines del país, que comenzó a cambiar todo, todo, pero aquí sólo vamos a enunciar efectos que sobre la ciudad provocó el reacomodo económico de la
oligarquía, hasta el momento en cuasi hibernación. Resumiendo hacia adelante, se llevaron en los cachos la
mejor de sus creaciones, la ciudad armónica.
Dos grandes
intervenciones intencionadas, la modificación del “casco histórico” y la expansión
perimetral, y un resultado no planificado, la aparición de barrios en los espacios que la legalidad permitió.
Definitivamente desapareció cualquier rezago de producción agrícola en las unidades de
producción aledañas a la ciudad, para dar paso a urbanizaciones o para
"engordarlas" mientras esto era posible; pero, acotando de nuevo, no será este el
aspecto a tratar en este escrito, así como tampoco la aparición de barrios
pobres, distintos a los ya existentes asentamientos campesinos periféricos,
cercanos siempre a las unidades de producción de la oligarquía. Sólo trataremos el impacto sobre el centro de
la ciudad, que la desfiguró esencialmente, por mucho bálsamo teórico con que se
haya untado la historia de Mérida para justificarlo.
Con la aspersión
de renta petrolera llegó a la región un nuevo contingente de migrantes
extranjeros, de los que la Europa de posguerra seguía expulsando, mano de obra
de las construcciones que devinieron ingenieros cuando fue necesario y que
frecuentemente se emparentaron con los propietarios locales. Se completó así el trío de elementos
necesarios para agarrar el progreso por los mostachos: propietarios de amplias
superficies, expertos en construcción, y financiamiento de los bancos que
crecían también a la sombra de la renta petrolera. El centro de la ciudad fue dejando de ser el
sitio privilegiado de habitación de la oligarquía, que se fue mudando para las
nuevas urbanizaciones de la periferia, para transformarse en eminentemente
comercial, revalorizándose el precio del metro cuadrado hasta cantidades
inimaginables, lo que obligaba a crecer hacia arriba. Y comenzó a plasmarse el estropicio; se
inició el deterioro irreversible de una ciudad producto de diferentes momentos
de esfuerzos urbanísticos, bajo cánones del desarrollo cultural
endógeno, que había dado como resultado una ciudad coherente, sin pretensiones
de monumentalidad, retrospectivamente muy preciada, hasta el punto de que lo
poco que subsistió se constituyó en eje del proyecto turístico regional. Es decir, le había salido bien la ciudad a la
oligarquía, pero la voracidad económica, aunada a la ignorancia supina, la
convirtieron en urbe abigarrada, desequilibrada, con atributos disminuidos.
La finalización de la Catedral –1960– fue la culminación de la construcción de la ciudad armónica; desde entonces comenzó lo fuerte de la degradación, que no se ha detenido. Los protagonistas, la oligarquía y las clases pro oligarcas, bajo el ojo benevolente de alcaldes y funcionarios responsables del patrimonio. Todos, absolutamente todos los alcaldes desde 1958, han permitido estropicios urbanos, inexplicables si no se tiene en cuenta el poder corruptor del dinero; y quien niegue la intervención pecuniaria en los desastres ocurridos en su gestión, estaría confesando una tontera lindante con la idiotez, que sería la otra explicación de la destrucción. Otras constantes de las administraciones municipales han sido la dejadez en la aplicación de las ordenanzas y la adaptación de estas a los intereses de los constructores, acciones que han dado paso a abusos de variada naturaleza.
La
transfiguración del centro comenzó con la construcción del CC Salas Roo, y continuó con e
frente Norte de la Plaza Bolívar, intervenido en su totalidad con edificaciones
permitidas porque contemplaban arcadas, que resultaron remedos de tales,
ridículas, sin proporciones armoniosas; este criterio se aplicó también con el
frente del edificio del rectorado de la ULA y otros lugares del centro. Otro criterio válido para permitir la
destrucción de casas patrimoniales fue el de la unificación de criterios
arquitectónicos con edificaciones de referencia; así logró permiso “Aguas
Blancas”, cuyas características serían “igualitas a las del edificio del
rectorado”, y el resultado está a la vista de todos, porque terminó engaño
mayúsculo. Otra argucia de esta
naturaleza, se dio en la avenida 2, entre calles 20 y 21, con una edificación
“permisada” porque copiaría en todos sus detalles a un edificio contiguo, de
Mujica Millán, pero resultó un verdadero adefesio. De las que rompieron con mayor gravedad el orden urbano, merece la pena citar a el edificio Cañizales, surgido en el centro de una de las cuadras de mayor valor patrimonial de la ciudad. El edificio Hermes inauguró las mega
construcciones y fue el primero en plantearse sótano de
estacionamiento; la excavación necesaria se topó con la capa freática, que la
inundó y hubo que esperar varios años para achicar el agua y continuar la
construcción.
Hay otros
expedientes para lograr los propósitos de los constructores, y no me referiré al extremo que se aplicó al
mercado principal, sino al de abandonar las casas y dejar que se arruinen. Ha sucedido y se intentó con edificios
emblemáticos, como la Esquina de la Torre”, a la que afortunadamente se le
aseguró el destino. Temo que la
situación que provocó este escrito, la ruina del Centro
Comercial Galerías 1890, del que sólo queda la fachada, no sea otro ejemplo de este procedimiento. Esta edificación tienen elementos
de valor, irrepetibles, criterio que debió aplicarse para ser declarada a
tiempo patrimonio de la ciudad y evitar el trato que está recibiendo.
Inaudito resulta
que el maltrato sufrido por la ciudad haya tenido como testigo de excepción a
la ULA, que está graduando arquitectos desde hace casi medio siglo, que,
salvo valiosas excepciones, no han entendido la estructura cultural de la
arquitectura andina. Además de la dependencia
curricular foránea y el privilegio del diseño por el diseño, interviene también
la opción por las fuentes de la historia rosa escrita o encargada por la
oligarquía para su realización y regodeo.
En los últimos tiempos, los gurús universitarios del urbanismo sólo reaccionan cuando
les aprietan un tornillo político, y entonces salen a atacar nimiedades (el
color aplicado a un edificio público, por ejemplo) y obvian las calamidades
irreversibles. Y esto no es más que otra
manifestación del divorcio histórico de la Universidad con su entorno popular, materia de mi predilección, expuesta en varios escritos.
La gravedad del
tema lo hace interminable, pues es total el arrase del capital con todo lo que
tiene que ver con la ciudad históricamente constituida y la imposición de
patrones completamente ajenos a cualquier cosa que se considere andino,
merideño. Habrá oportunidad de volver sobre este asunto.
Releído el
escrito, considero que hace falta asentar algo: la reivindicación de valores
urbanos que hice, en absoluto significa creer que todo el tiempo pasado fue
mejor, componente privilegiado de la ideología merideña, que le ha permitido seguir imponiendo sus criterios de clase y estorbar la construcción del futuro.
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