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FICCIÓN


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YEGÜINES EN SEMIFUSAS

Bruno contempló la tarea que se le había asignado y determinó que no era enorme ni insignificante, por lo que no tendría excusas; entonces se tendió y decidió morir.

Bartolo odiaba los tuminicos por la turbulencia que ocasionaba su batir de alas; del último encuentro aún conservaba magulladuras deshonrosas.

El papelillo de Elías no servía para carnavales; su origen de periódico reposado quedaba en evidencia al paso de los cortejos fúnebres.

Betulio era enamoradizo, y su lenguaje de señas era un primor cuando diferenciaba entre quinceañeras protegidas y suegras dispuestas al amor.

El rancho de Trina era un paseo obligado para curar el desagradecimiento; las topias, una múcura, una estera y el recuerdo del hijo devorado por las ratas.

Angelina sólo oía murmullos confusos, salvo el rodar de las piedras en las crecientes, que eran como música a la que se entregaba delirante.

José vagaba con su cuatro de lata grande de sardinas, con el corrido de la muerte de su madre a manos de un padre de cuya locura logró escapar.

La madrina le cortó el frenillo y le abrió las ventanitas en los párpados sellados; gracias a ello Julián pudo ver mundo.

Desde entonces a acá, toda sensación de ahogo no es equiparable a casi perecer sumido entre los senos de Doña Emilia.

Faltaban costillas y otros huesos para completar un esqueleto, pero el cráneo y los restantes huesos de mi nona fueron mi juguete predilecto.

Cuando pasaba Zacarías con el espantapájaros a cuestas, la escopeta en bandolera y la peinilla envainada, todos se decían que las mañas no se quitaban.


Dos territorios para nacer y uno no podía escoger; Bibiana sobaba las barrigas del pueblo hacia arriba, que era el Sur, Carmela, del pueblo hacia abajo, el Norte.  Me tocó Bibiana.

Aguardiente de manantial, distintivo de Yegüines, llamaba Nicomedes al gorro´e tusa callejonero… para algo había leído y releído un desvanecido libro de Vargas Vila.

Una madrugada, Salomé disparó un escopetazo a la sombra de Feliciano, prometiéndole volver para cazar las pavas; durante una temporada Feliciano volvió a casa temprano.

Partidas armadas de escopeta peinaron los montes que aislaban el pueblo y los caminos que lo comunicaban… nunca encontraron al picaflor que dejó a Adciori vestida de novia.

Eran tres las tumbitas adosadas a la tapia de atrás del cementerio y fui candidato firme a la cuarta, pero Rosita salió de emergente.

No imaginé al río arrollar las conversaciones de adultos y sus ecos, y tanto alpargatear de muchacho; lo hizo cuando se llevó el puente de zinc, y todo fue silencio, salvo su encrespamiento.


Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, y nosotros niños, embarrialados, temblando de pies a cabeza, preferíamos el anafre donde se quemaba ramo bendito, que emanaba calor.

Sabía que nunca estaría fuera de casa después de anochecer, por lo que me tenía sin cuidado el perro negro con ojos como brazas ardiendo que vagaba por los caminos.

Mi tío vivió en el calabozo su victoria sobre el cura, porque el día en que este abandonó el pueblo en procesión de mujeres llorosas, cayó el gobierno del que era autoridad.


Barbazul no era negro ni de ojos incandescentes como brazas, no estaba poseido, pero mientras viví en paz con el de mandinga, Barbazul le declaró la guerra a mi cuerpo.

El picapedrero se mudaba al lugar del río con la piedra aparente; una vez oí por días el cadencioso repique de la porra sobre el cincel, y soñé con pájaros carpinteros.

Nada como ver la pesca milagrosa a distancia: el arremolinamiento de la gente, el regalo uncido a la vara y las risas por las equivocaciones.  Ese era el espectáculo.

Pompilio se despertó, se desperezó, enrolló la estera y la metió debajo de un brazo, y siguió camino nadie sabe adónde.


Entre los juguetes, Merceditas optó por un carrito, y puso en juego mi sexualidad, pues sentí menoscabo de ella cuando hube de traer una muñeca para remediar su despiste.

Dilema en el que me sumió el patrono San Miguel, a quien no sabía si querer u odiar; era que el infeliz que estaba bajo su bota me miraba en sueños implorando misericordia.

La señorita Betilde le decía al pan pan y al vino vino, pero seguí prefiriendo los refranes pedestres y como piedras de flecha de mi nona Julia. 


Entrar al cafetal a curiosear túmulos de barro, tapias tronchadas a casi mi altura y lajas enigmáticas, significaba soñar con difuntos como yo me imaginaba de mayor.



Lo sustrajeron del matadero y lo arrastraron por la Calle Real, y los mayores empeñados en impedir que viéramos la jauría disputándose a dentelladas el feto de ternero.


Samuel miraba el cielo y se preguntaba si será que va a llover, será que va a hacer verano o será que algún carajo va a pasar.


Recorrer la Serranía y más allá de la mano de una madre dispuesta a conseguir el mejor marranito tungo, y de vuelta siempre éramos tres.

La horma de asar hostias, con una grande como el sol, rodeada de pequeñas, como los planetas, pero estaba más pendiente de comer los recortes que de aprender astronomía.

La literatura de las pastillas de cuajar y de las etiquetas de las telas precedieron al novísimo primario de lectura, escritura y dibujo simultáneos de Alejandro Fuenmayor.


Temperar era la mejor medicina para la tosferina, y la mayor prueba del amor de la tía María la de casa.

Flotar, no caminar, aseguraba que las paperas no se bajasen para los testículos y los convirtiesen en colgajos de toro, y aprendí a flotar con mucha gracia.

Te despertabas cuando retumbaba Josefina querida del alma mía, santo y seña para que poco después Primavera te engullera para llevarte a parajes de una dimensión diferente.


Tanta seriedad a cuestas la del maestro Rafael y ese día todos sonreían esquivamente al verlo; se decía que una proeza amorosa había provocado la caída estrepitosa de la cama.

Que importancia la de los puros, que reglaban el clima Yegüines; que si lluvia para el café, que si ojalá no llueva, que si sol para el café, que el café no se serene.
 

 






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RANA

No podía Rana con su cuerpo, y otros hubiesen gemido que no podían con su alma, pero su abuelo descreído y sabio le había trasmitido que alma sólo tienen quienes no pueden con la vida y andan por ella como pagándola por cuotas a un turco que las tiene encajonadas en la trastienda de su negocio y las daba fiadas.  No podía Rana con su cuerpo, y le parecía que repetía el día cuando decidió alzarse contra todos quienes le cambiaron el sonoro Estílita, que más que nombre de mujer parecía venganza de abuela contra madre desmandada en eso de  reproducirse antes de lo que estimaba la mejor edad, por el de Rana, que evocaba el color de las ranas plataneras, que todos, menos ella, percibían tan semejante a su pálida y bienoliente piel; pero fue un fracaso la insurrección, porque ante el yo-no-me-lla-mo-así todos la miraban perplejos como si Rana sólo se hubiese levantado con el Pelayo atravesado, pero ya le pasaría cuando el sol le calentase la melena castaña.  No podía Rana con su cuerpo, pero sí podía pensar que era una lástima que no fuese por estar infectada de chicungunya, para pasar a ser alguien, porque quien no había tenido chicungunya no era nadie, pero el peso que la agobiaba y le impedía poder con su cuerpo no estaba entre los síntomas del cartel contra el patas blancas que colgaba en la entrada del CDI del barrio.  No podía Rana con su cuerpo, pero hasta sonrió para adentro cuando al pensar que no podía se le vino a la cabeza el letrero que un día amaneció en el muro de su casa, aclarando que si querer es poder, entonces, Rana, te puedo mucho, cuyo autor convirtió en un entresijo que no quería resolver.  No podía Rana con su cuerpo, y tampoco halar cosas memorables de las dendritas, en plena tarea de entretejerse, pero como el ruido urbano que la invadía le daba la gana de asemejarlo al sonido del mar y sus ecos, no pudo dejar de recordad la declamación del primo Ricardo la primera vez que traspuso las montañas y vio el mar, quien con la lucidez del agricultor empedernido, casi gritó, lástima que no sea potrero.  No podía Rana con su cuerpo, y normalmente le daba media hora y a veces más para deslastrarlo del entumecimiento, de los sueños y de los placeres oníricos, pero recordó que hoy es sábado y que con apenas cinco segundos de haber despertado debía saltar de la cama para llegar a tiempo a la Aldea.









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Las guerras de Buruquía que tanto dieron que decir



Los demandaron para montar un baile, o eso le dijeron a la nona; se engalanaron de dril, pelo´e guama, alpargatas de lona de Pablo Vicente y la bayeta bicolor.  Feliciano Pelayo en el galápago de Salomé, que a esa humillación debieron a acudir por tener empeñadas por ahí la otra bestia y las sillas de montar, Lucas Evangelista en ancas, el pollero colgado de uno de los cachos, con acemas, queso, panela, cacao de bola, la olla de percutir, provisión de tabaco de rollo y chimú, robados a la nona, y gorro´e tusa del callejón del Rincón.  También, se me olvidaba, sendas vírgenes del Carmen colgando de la faja, afiladas como para cortar pelos en el aire, como debe ser, y en la secreta tres o cuatro pesetas y alguna locha enredada mucho ha.  Enfilaron rumbo al Páramo, que por los alrededores de la laguna Brava sería el jolgorio, con cualquier pretexto o para celebrar.  Ni más ni menos a como siempre, y quién iba a imaginar que ese día se desatarían las Guerras de Buruquía que tanto han dado que decir.  Nono y tío, por parte de la nona, cuñados entre si; ah´amistad bonita, a toda prueba, hasta cuando el lava gallos le desteñía los sentidos a los dos, lo que era con uno era con el otro, enseñanza que yo empecé a privilegiar.  Nada los ofuscaba, salvo a veces que un entrometido entre las nebulosas se acordaba de los músicos maravillosos del libro primario de Fuenmayor y uno pasaba a ser el gallo, el otro el asno, y podía armarse las de san Quintín.  Así y todo, como el nono Isaías, que los precedió en eso de corretear por el Páramo, nunca regaron muertos, como los villorros malucos que sí, sino simiente de vida, y mucho era el sute que creció con ojos azules, sin adivinar quién fue el de la gracia porque no sabían el secreto de familia que Lucas Evangelista era estéril como macho, e hijo no se le conoció.  Nada que ver todo esto con las Guerras de Buruquía, que ese día reventaron y tanto han dado que decir.  Mucho músico en Yegüines; verbigracia, el cotudo, que se arremangaba el coto para poder rasguñar el instrumento, y yo convencido de que el coto provenía de tocar el violín; el larguirucho del tiple, puras zancas, maraqueros, sobraban, pero nadie tan dispuestos a una demanda de montar una fiesta como Lucas Evangelista y Feliciano, con su sinfonía, el primero, y Feliciano con peine y papel de estraza y multitud de instrumentos de  percutir, como cucharas, platos de peltre y la olla mal lavada de cocinar en descampado.   Y pese a lo precario de sus instrumentos, miren que no había bailes más acudidos y bailados, mejor agradecidos con sancochos de gallina, cuchutes, atoles, papas rellenas, callejonero y compadrazgos con sus respectivos ahijados.  Pero nada que ver con las Guerras de Buruquía que se declararon ese mismo día y tanto han dado que decir.  La cuesta es empinada, Lucas Evangelista en ancas pensando en los huevos del gallo o en la última paramera que se la dio a la sombra de un cínaro floriado; Feliciano Pelayo, las riendas sueltas, adormitado apoyado sobre uno de los cuernos del galápago, a merced de la bestia, bestia espantajera que reviró feo frente a una bejuca colgada de una rama.  Feliciano se sostuvo, pero la humanidad de Lucas, entretenido ahora con la cajeta del chimú, rodó  por el empedrado, y el mundo también se le volteó.  Fue el momento exacto cuando comenzaron las Guerra de Buruquía, sin preámbulo ni provocación. En la madrugada, la retahíla retumbó después del cornetín por el adormilado campamento, apagar candelas, levantar el campamento, avituallarse de todo, enarbola bandera y con el orden debido iniciar la marcha; vanguardia, a media hora en mula, retaguardia, pegada a los coleros, cabos mensajeros a mi pata y a la de sus oficiales, cornetín, al alcance de mi voz.  Y así emprendieron camino desde la terraza de los indios buruquía, Lucas Evangelista, Feliciano Pelayo y la tropa convocada en Las Lagunas, Hernández, Las Cocuizas, Mariño, Santa Lucía y demás aldeas de Yegüines; hasta de la lejana Tierrallana subió Amadeo, nadie sabe si a temperar su macilento cuerpo tembloroso de calenturas o a portarse como la última vez que se convocó.  Al verlo encobijado, Lucas Evangelista rezongó que a soldado cobarde no hay que fusilarlo ni castigarlo en demasía, porque esos soldados son los mejores, pues sirven pa´otra guerra, como pueden ver; allí está con su chopo y su machete el Amadeo, con todo lo mal que se portó.  Si llegamos al atardecer a Llano Largo el mal está hecho y el tirano amenazado, Feliciano, tenemos que esforzarnos confiados en san Miguel, nuestro arcángel patrón.  Pa´una semana tenemos de todito, no ves el arreo cargado hasta las cachas, y en ese tiempo tenemos que haber tomado Pregonero, La Grita, El Cobre, Queniquea y con la tropa engrandecida con chácaros de los buenos estar bajando a San Cristóbal, por el Zumbador.  El secreto consistía en montar los campamento en posibles campos de batalla, sin dejar flancos débiles ni mogotes vacíos, doble guardia permanente, que nadie pudiera sorprenderles en el sueño, que era cuando los yegüineros eran flojos pa´peliar.  La cuesta es empinada y entre dos primos grandes en parihuela lo bajaban, con el rojo de la bayeta para arriba, en señal de que no llevaban  un difunto, y ya les habían dicho que el de´alante cargaba más, que era flaco pero no había visto huesos más pesados, que anduvieran con mucho tiento y mucha precaución, turnándose cada tiempo de lugar.  El esfuerzo del puntero para devolverle la botella al culero, le hizo dar un traspiés y Lucas Evangelista por segunda vez el mismo día por el camino del páramo rodó.  Por este toche-pingo-bobo, tronó Feliciano que de un salto ya estaba al lado de lo que parecía el cadáver del cuñado, pero de repente, el muerto en vida se sentó, se palpó el bolsillo de la sinfonía y al sentirla intacta los increpó ¿ya llegamos dónde el baile que vamos a montar?  Todos respiraron aliviados de que el segundo bote le llevara a su puesto el mundo y hubiese detenido a tiempo las Guerras de Buruquía, que tanto han dado que decir.  Pero todo no quedó allí, cuando el morbo gálico lo postró, Lucas Evangelista las reanudó con mayor vigor y más rango militar.  Llevó a los yegüineros a grandes glorias, lo que sí tiene que ver con las Guerras de Buruquía, que tanto han dado que decir.

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