Introducción del libro que viene por ahí
(Versión inicial)
La Historia es eso, Historia.
La paradoja es la
normalidad en las sociedades desiguales.
La mayor y generadora, es la presente en la relación de propiedad y
acceso a los medios de producción; a partir de allí, las incongruencias tienen
infinitas expresiones en todas las instancias, hasta alcanzar verdaderas sutilezas
en el comportamiento individual. Según
el punto de vista de las clases que imponen la ideología, en esas sociedades no
existe sistematicidad en comportamientos sociales “elementales”, de mucha
importancia para la convivencia social que, entre multitud de manifestaciones
externas de “buena educación”, incluye el respeto por las formalidades del
“culto a los monumentos” establecido. Nada
más ideológico, más necesario y establecido a la imagen y semejanza de las
clases dominantes, que la selección de los hechos históricos y los personajes
que deben perdurar en la conciencia de las sucesivas generaciones y, desde
luego, suya es también la estética y características con que los monumentos
históricos son edificados. De estas
decisiones se excluye al resto de la sociedad, por lo que no es lógico esperar
un comportamiento ciudadano ejemplar de quienes se les ha negado el acceso a
derechos básicos, y se les ha dado un lugar subsidiario en la historia que
construyen las clases dominantes para intentar perpetua la dominación.
En América Latina,
el Panteón de los héroes patrios fue una creación positivista, usada como
instrumento en el proceso de unificación nacional, de erradicación de los
regionalismos y localismos, indispensable para el establecimiento del modelo
primario exportador que los países capitalistas desarrollados exigían. A las naciones en proceso de unificación, logrado
en oportunidades mediante cruentas y definitivas guerras civiles, había que
dotarla de héroes nacionales, de prohombres nacionales, de referencias
históricas nacionales, que contribuyesen a crear un sentimiento nacional, por
encima de cualquier regionalismo y localismo.
Es decir, el estado liberal oligarca nació apoyado por un conjunto de héroes
y prohombres propios, que comenzaron a ser representados en estatuas y otras
manifestaciones artísticas, y cuya biografía y hechos sobresalientes fueron
incorporados a todas las formas de educación y formación de los habitantes, a
la manera de una religión ciudadana con referencias teológicas y
manifestaciones de culto propias. Hasta
ese uso utilitario, intencionado, en provecho de las clases que dirigían el
proceso de unificación nacional, llegó la acción de los héroes; desde el
comienzo les fue podada y ocultada deliberadamente su capacidad de ejemplo, de
lucha contra formas de opresión; pero también, se ocultó su actuación posterior a los
procesos independentistas, cuando se adueñaron de las naciones liberadas y
establecieron modelos oligárquicos de gobierno, contrarios a las expectativas que
habían alimentado durante la lucha armada.
Desnudarlos de esa manera, les hubiese desacralizado y quitado el poder
de actuar como arma de los positivistas en la construcción del Estado nacional.
Por lo temprano
del reconocimiento de “su gloria”, Bolívar parece una excepción, pero no fue
así. José Antonio Páez, la misma persona
que en las circunstancias políticas de representar a las clases que atentaban contra
la unidad grancolombiana, sueño sublime del Libertador, lo enfrentó decididamente
y no le permitió retornar a Venezuela por el temor de que estorbase a los
propósitos secesionistas, comenzó a honrarlo con fervor una vez fallecido. En 1833 solicitó al Congreso que se le
rindiese honores al Libertador, solicitud que fue desoída olímpicamente; en 1842,
durante su segunda presidencia, a sus instancias el Congreso Nacional decreta
la repatriación de los restos de Bolívar, lo que se produjo ese mismo año con una
fastuosidad barroca. Pero era que en
1842 la crisis mundial afectaba el endeble sector exportador, propagándose por
el país una crisis de cuyos graves efectos el partido liberal, organizado y con
un medio de comunicación a su disposición, responsabilizaba al gobierno de
Páez, muy expuesto además por la corrupción generalizada, proveniente de la identificación
entre patrimonio público y el personal, característica de los gobernantes de la
época caudillista –precapitalista–
latinoamericana. El país estaba
polarizado, y a pesar de que al comienzo de los treinta Páez había conjurado
los alzamientos inspirados o justificados por el ideal bolivariano de unión
grancolombiana, se podía prever amenazas de inminentes sediciones militares. En este contexto político, Bolívar fue
considerado como factor de unión y de atenuación de la polarización existente,
y como tal fue usado.
Después de
Bolívar, comenzó el reconocimiento de quienes ocuparían el Panteón,
materializado por Guzmán Blanco (1874), como parte de su intento de lograr la
consolidación del estado liberal.
Durante sus gobiernos se levantaron numerosas estatuas y monumentos,
incluyendo los de su propia figura; a los más representativos héroes y
prohombres se les reservó un lugar en el Panteón Nacional, y a los otros se les
dedicó cenotafios y estatuas que poblaron el territorio nacional. Teniendo en cuenta méritos militares,
intelectuales o religiosos, históricamente verificables, las clases dominantes
van seleccionando a quiénes elevar a la estatuaria y propagar el culto a los
monumentos. En este acto se produce una
identificación de clases indiscutible; más tarde, cuando comienzan a escoger a
héroes reconocibles por las clases populares, lo hacen con figuras mediatizadas
y desde el lugar subordinado que ocupaban en la historia que las mismas clases
dominantes estaban escribiendo en ese momento.
Los gobernantes y
clases sociales dominantes merideñas respondieron prestamente al primer llamado
nacional de 1842 a honrar la memoria de Bolívar, sobrepasando las expectativas
de la convocatoria, al proceder a erigir el primer monumento del mundo en honor
al Libertador. Este año y en el mismo decreto
de repatriación de las cenizas, se acordó levantar un “modesto panteón que las
contenga” (artículo 6º) y se decide que “La efigie del Libertador será colocada
distinguidamente en los salones del Congreso y del Poder Ejecutivo, para que en
todas ocasiones recuerde sus grandes merecimientos.” (artículo 7º) Es decir, que hubo una previa decisión de
erigir monumentos en honor a Bolívar, pero de ello sólo resultó el mausoleo
encargado a Pietro Tenerani, terminado en 1851 e instalado en la catedral de
Caracas en 1852, “magnífico”, sin duda, como fue calificado en el momento.
En los 172 años
transcurridos desde 1842 hasta la actualidad, en Mérida han sido erigidos 145 monumentos,
cifra total que significa un promedio 0,83 monumentos por año, es decir 2,5 monumentos
cada tres años y un monumento por aproximadamente 1.750 habitantes… una
proporción difícilmente hallable en otras ciudades, de lo que se sienten
orgullosos muchos erigidores merideños.
Es este conjunto
estatuario singular el que da origen a este trabajo, que tendrá una visión
histórica particular al evadir la historia secuencial de su erección y la crónica
inmediata, para presentar razones, entretelones y circunstancias, y enlazarlo con
los propósitos de la ideología y la práctica política de las clases
dominantes. También obviaré expresamente
el estudio de los artistas que crearon las estatuas y, en lo posible, su
valoración estética, en el entendido de que los aspectos evitados están
presentes en abundante bibliografía regional.
Los monumentos que contempla este estudio son los ubicados (o que estuvieron ubicados, porque incluye los desaparecidos por diferentes causas) en espacios de propiedad pública y uso público (calles, plazas, parques, hospitales, sedes de los poderes y oficinas de la administración pública); los albergados en dependencias de la Universidad de Los Andes y otros situados en espacios públicos restringidos (instalaciones militares) o en espacios particulares, siempre que hayan tenido una significación histórica importante para los merideños. Un componente básico de este trabajo será la imagen de los monumentos, de los existentes y, de disponer de ellas, de los desaparecidos. Casi todas las fotografías utilizadas son de mi autoría; las que no, serán convenientemente identificadas con los créditos correspondientes.
La satisfacción
personal y el deseo de compartir conocimientos son, sin duda, motivaciones suficientes
para este esfuerzo; no obstante, ojalá y supere estas expectativas y sirva para
desmontar mitos, de los tantos que pululan alrededor de la estatuaria
merideña. También quisiera que sirviese para
fines prácticos, como le de dar a los organismos o instituciones encargados de
velar por el patrimonio artístico y cultural de los merideños, una visión del
estado de conservación de la estatuaria, para que no por desconocimiento de
causa dejen de actuar. Es de advertir
que se trata de un estudio militante, en el sentido de que enfocará el dilema
de la estatuaria merideña desde la óptica de clases, posición muy
frecuentemente objetada desde el arte y sus refugios teóricos.
En el título de la obra me permití dos transgresiones, una del idioma, otra del significado. Así, uso la expresión “erigidores”, para denotar a quienes han erigido estatuas bajo los parámetros de clase aquí descritos; y el significado histórico de “iconoclastas”, lo extiendo hacia quienes de una u otra manera participan en el deterioro o destrucción de monumentos.
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