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domingo, 16 de noviembre de 2014




Introducción del libro que viene por ahí

"ERIGIDORES Vs ICONOCLÁSTAS. DILEMA DE LA ESTATUARIA EMERITENSE"

(Versión inicial)



La Historia es eso, Historia.
La paradoja es la normalidad en las sociedades desiguales.  La mayor y generadora, es la presente en la relación de propiedad y acceso a los medios de producción; a partir de allí, las incongruencias tienen infinitas expresiones en todas las instancias, hasta alcanzar verdaderas sutilezas en el comportamiento individual.  Según el punto de vista de las clases que imponen la ideología, en esas sociedades no existe sistematicidad en comportamientos sociales “elementales”, de mucha importancia para la convivencia social que, entre multitud de manifestaciones externas de “buena educación”, incluye el respeto por las formalidades del “culto a los monumentos” establecido.  Nada más ideológico, más necesario y establecido a la imagen y semejanza de las clases dominantes, que la selección de los hechos históricos y los personajes que deben perdurar en la conciencia de las sucesivas generaciones y, desde luego, suya es también la estética y características con que los monumentos históricos son edificados.  De estas decisiones se excluye al resto de la sociedad, por lo que no es lógico esperar un comportamiento ciudadano ejemplar de quienes se les ha negado el acceso a derechos básicos, y se les ha dado un lugar subsidiario en la historia que construyen las clases dominantes para intentar perpetua la dominación.
En América Latina, el Panteón de los héroes patrios fue una creación positivista, usada como instrumento en el proceso de unificación nacional, de erradicación de los regionalismos y localismos, indispensable para el establecimiento del modelo primario exportador que los países capitalistas desarrollados exigían.  A las naciones en proceso de unificación, logrado en oportunidades mediante cruentas y definitivas guerras civiles, había que dotarla de héroes nacionales, de prohombres nacionales, de referencias históricas nacionales, que contribuyesen a crear un sentimiento nacional, por encima de cualquier regionalismo y localismo.  Es decir, el estado liberal oligarca nació apoyado por un conjunto de héroes y prohombres propios, que comenzaron a ser representados en estatuas y otras manifestaciones artísticas, y cuya biografía y hechos sobresalientes fueron incorporados a todas las formas de educación y formación de los habitantes, a la manera de una religión ciudadana con referencias teológicas y manifestaciones de culto propias.   Hasta ese uso utilitario, intencionado, en provecho de las clases que dirigían el proceso de unificación nacional, llegó la acción de los héroes; desde el comienzo les fue podada y ocultada deliberadamente su capacidad de ejemplo, de lucha contra formas de opresión; pero también, se ocultó su actuación posterior a los procesos independentistas, cuando se adueñaron de las naciones liberadas y establecieron modelos oligárquicos de gobierno, contrarios a las expectativas que habían alimentado durante la lucha armada.  Desnudarlos de esa manera, les hubiese desacralizado y quitado el poder de actuar como arma de los positivistas en la construcción del Estado nacional.
Por lo temprano del reconocimiento de “su gloria”, Bolívar parece una excepción, pero no fue así.  José Antonio Páez, la misma persona que en las circunstancias políticas de representar a las clases que atentaban contra la unidad grancolombiana, sueño sublime del Libertador, lo enfrentó decididamente y no le permitió retornar a Venezuela por el temor de que estorbase a los propósitos secesionistas, comenzó a honrarlo con fervor una vez fallecido.  En 1833 solicitó al Congreso que se le rindiese honores al Libertador, solicitud que fue desoída olímpicamente; en 1842, durante su segunda presidencia, a sus instancias el Congreso Nacional decreta la repatriación de los restos de Bolívar, lo que se produjo ese mismo año con una fastuosidad barroca.  Pero era que en 1842 la crisis mundial afectaba el endeble sector exportador, propagándose por el país una crisis de cuyos graves efectos el partido liberal, organizado y con un medio de comunicación a su disposición, responsabilizaba al gobierno de Páez, muy expuesto además por la corrupción generalizada, proveniente de la identificación entre patrimonio público y el personal, característica de los gobernantes de la época caudillista ­–precapitalista–  latinoamericana.  El país estaba polarizado, y a pesar de que al comienzo de los treinta Páez había conjurado los alzamientos inspirados o justificados por el ideal bolivariano de unión grancolombiana, se podía prever amenazas de inminentes sediciones militares.  En este contexto político, Bolívar fue considerado como factor de unión y de atenuación de la polarización existente, y como tal fue usado.
 Después de Bolívar, comenzó el reconocimiento de quienes ocuparían el Panteón, materializado por Guzmán Blanco (1874), como parte de su intento de lograr la consolidación del estado liberal.  Durante sus gobiernos se levantaron numerosas estatuas y monumentos, incluyendo los de su propia figura; a los más representativos héroes y prohombres se les reservó un lugar en el Panteón Nacional, y a los otros se les dedicó cenotafios y estatuas que poblaron el territorio nacional.  Teniendo en cuenta méritos militares, intelectuales o religiosos, históricamente verificables, las clases dominantes van seleccionando a quiénes elevar a la estatuaria y propagar el culto a los monumentos.  En este acto se produce una identificación de clases indiscutible; más tarde, cuando comienzan a escoger a héroes reconocibles por las clases populares, lo hacen con figuras mediatizadas y desde el lugar subordinado que ocupaban en la historia que las mismas clases dominantes estaban escribiendo en ese momento.
Los gobernantes y clases sociales dominantes merideñas respondieron prestamente al primer llamado nacional de 1842 a honrar la memoria de Bolívar, sobrepasando las expectativas de la convocatoria, al proceder a erigir el primer monumento del mundo en honor al Libertador.  Este año y en el mismo decreto de repatriación de las cenizas, se acordó levantar un “modesto panteón que las contenga” (artículo 6º) y se decide que “La efigie del Libertador será colocada distinguidamente en los salones del Congreso y del Poder Ejecutivo, para que en todas ocasiones recuerde sus grandes merecimientos.” (artículo 7º)  Es decir, que hubo una previa decisión de erigir monumentos en honor a Bolívar, pero de ello sólo resultó el mausoleo encargado a Pietro Tenerani, terminado en 1851 e instalado en la catedral de Caracas en 1852, “magnífico”, sin duda, como fue calificado en el momento.
En los 172 años transcurridos desde 1842 hasta la actualidad, en Mérida han sido erigidos 145 monumentos, cifra total que significa un promedio 0,83 monumentos por año, es decir 2,5 monumentos cada tres años y un monumento por aproximadamente 1.750 habitantes… una proporción difícilmente hallable en otras ciudades, de lo que se sienten orgullosos muchos erigidores merideños.
Es este conjunto estatuario singular el que da origen a este trabajo, que tendrá una visión histórica particular al evadir la historia secuencial de su erección y la crónica inmediata, para presentar razones, entretelones y circunstancias, y enlazarlo con los propósitos de la ideología y la práctica política de las clases dominantes.  También obviaré expresamente el estudio de los artistas que crearon las estatuas y, en lo posible, su valoración estética, en el entendido de que los aspectos evitados están presentes en abundante bibliografía regional.

Los monumentos que contempla este estudio son los ubicados (o que estuvieron ubicados, porque incluye los desaparecidos por diferentes causas) en espacios de propiedad pública y uso público (calles, plazas, parques, hospitales, sedes de los poderes y oficinas de la administración pública); los albergados en dependencias de la Universidad de Los Andes y otros situados en espacios públicos restringidos (instalaciones militares) o en espacios particulares, siempre que hayan tenido una significación histórica importante para los merideños.  Un componente básico de este trabajo será la imagen de los monumentos, de los existentes y, de disponer de ellas, de los desaparecidos.  Casi todas las fotografías utilizadas son de mi autoría; las que no, serán convenientemente identificadas con los créditos correspondientes.
La satisfacción personal y el deseo de compartir conocimientos son, sin duda, motivaciones suficientes para este esfuerzo; no obstante, ojalá y supere estas expectativas y sirva para desmontar mitos, de los tantos que pululan alrededor de la estatuaria merideña.  También quisiera que sirviese para fines prácticos, como le de dar a los organismos o instituciones encargados de velar por el patrimonio artístico y cultural de los merideños, una visión del estado de conservación de la estatuaria, para que no por desconocimiento de causa dejen de actuar.  Es de advertir que se trata de un estudio militante, en el sentido de que enfocará el dilema de la estatuaria merideña desde la óptica de clases, posición muy frecuentemente objetada desde el arte y sus refugios teóricos.


En el título de la obra me permití dos transgresiones, una del idioma, otra del significado.  Así, uso la expresión “erigidores”, para denotar a quienes han erigido estatuas bajo los parámetros de clase aquí descritos; y el significado histórico de “iconoclastas”, lo extiendo hacia quienes de una u otra manera participan en el deterioro o destrucción de monumentos.



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