CUANDO LA DISTANCIA SE COMBATÍA CON ONDA CORTA
En
un remoto pueblo del Táchira, a varias horas a caballo de pueblos con
carretera, sin luz eléctrica y otras comodidades normales hoy, mi padre siguió los
pormenores de la Segunda Guerra Mundial a través de la BBC de Londres. Desde entonces hasta la llegada de la TV al
pueblo de Mérida donde recalamos, cada día, a las 9:00 pm exactas, marcadas por
2 o 3 campanadas del Big Ben, según fuese el horario de invierno o el de verano,
escuchaba el noticiero y el comentario internacional que le seguía. Al día siguiente, era el hombre más informado
del pueblo y el de la hora más exacta, ya que mantenía su reloj ajustado a la
del meridiano de Greenwich. Durante el
día, pero sobre todo de 7:00 a 8:30 pm, en la tertulia de la esquina,
intercambiaba información sobre la marcha del mundo y la de Venezuela, cuya
información provenía de los noticieros matutinos, casi madrugadores, de La Voz
del Táchira o Ecos del Torbes. Años
después, cuando mi padre se retiraba a dormir, quedaba dueño del radio y podía
sintonizar a mis anchas Radio Rebelde, Radio Habana Cuba, Radio Moscú... con lo
que fui envenenándome, según el parecer de un familiar cercano.
En
todos los casos, las emisoras se escuchaban como si se estuviese hablando en el
mismo ambiente, con claridad cristalina y sin estática. Era el milagro de la onda corta y de un
receptor apropiado; en el caso del de mi padre, un Grunding o un Punto Azul, de
por lo menos cuatro bandas, conectado a una antena rudimentaria: un alambre de
unos diez metros, con aisladores, entre dos tubos colocados a la mayor altura
posible, de cuyo centro salía un cable hacia el receptor; la fuente de energía
en el pueblo del Táchira, una pesada batería Eveready.
Este
recuerdo lo provocó mi visita a Paraguaná, donde cerca del Cabo San Román
contemplé las ruinas de la Voz de Venezuela (en la foto superior) malogrado intento de la
democracia representativa de colocar la voz de Venezuela en el mundo, lo que resumía toda una
historia de incapacidad y corrupción, en la que por cierto participó ese personaje diletante llamado Diego Arria.
Las dos antenas, de más de 100 m de altura, fueron devoradas por el
implacable salitre sin que emitiesen mensaje alguno. Fue parte de otros muchos fracasos de la
política de radiodifusión de entonces, que descuidó hasta las zonas fronterizas, donde
prevalecían potentes emisoras de los países vecinos, marcando pautas en épocas
de gran influencia social de la radio.
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