Frío en el espinazo
(o del miedo político y sus orillas)
Sentir miedo no es cobardía, pues
hasta los cuatriboliados lo sienten y la única excepción fue Juan Sin Miedo; lo
que importa es no dejarse llevar por él.
Sentencia del abuelo Feliciano cuando le confiaba mis temores de sute
miedoso, pero la oía y no la entendía (tampoco era de mucho preguntar) porque no
sabía de nadie llevado por el miedo; sí, por la pelona, la recluta y hasta por
ese mentado Elpidio, que apareció en Yegüines con no se qué encomienda del
gobierno, se quedó más de lo deseado por todos y terminó llevándose a la hija
mayor de Melitón. Por boca de mi abuelo
conocí también la escala de los efectos del miedo según su gravedad, la escala de
los hombres, porque las mujeres tenían la propia: escalofrío, tembladera de
piernas, encogimiento de turmas, irse en lágrimas, irse en miados y el famoso
frío en el espinazo, manifestación del miedo supremo, el que se presentaba en
las grandes hecatombes, cuando se te caía el techo en la cabeza por el temblor,
el que seguía al comenzar a penetrar en la piel la bala o el puñal o cuando por
otras circunstancias la pelona te miraba directamente a los ojos y tú resistías
la mirada porque no te querías dejarte llevar, fue el que sintió un mi tío,
cuando lo cosieron a puñaladas, y por ahí anda, bien de todo. Más allá del frío
en el espinazo, sólo el encanecimiento inmediato, producido por el terror
pánico, del que nadie sabía cosa alguna, porque quien lo había experimentado,
que los había, además del pelo canoso de repente, quedaban lelos,
imposibilitados por el resto de sus días de contar nada inteligible. Era sabio mi abuelo, y yo, miedoso y todo,
aprendí a lidiar con ciertos miedos.
Así, el que me amenazaba en los caminos oscuros, lo enviaba al dolor de los
dedos gordos lastimados con las piedras que no veía y la capellada de las
alpargatas como si nada; a la hora de dormir, pegaba mi espalda contra la pared,
porque si estaba cubierta podía arreglármelas con todos lo que pudiesen venir
de frente; al perro negro con ojos como brasas, las ánimas en pena y los
demonios insumisos, les temía pero no tanto, porque había aprendido las
retahílas que infaliblemente los devolvía a sus antros, oraciones que no tuve
la oportunidad de recitar, porque nunca se atrevieron conmigo. No me alcanzó la niñez para miedos superiores
y los de ya mayor, son otra historia, menos el que ahora me atormenta,
equiparable en la escala de miedos de mi abuelo al del frío en el espinazo.
Miedo insufrible a perder las
elecciones, producido por la inconciencia de quienes en el entorno tendrían que
evitarlo. Con las orejas taponadas, obnubilados,
repitiendo errores, empeñados en ganar para perder, displicentes, sin ni
siquiera sufrir escalofríos.
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